Shakespeare, la autoría, la traducción, la vida misma
Artículo de opinión de Bartolomé Sanz Albiñana.
Celebramos el 450 aniversario de nacimiento de Shakespeare, antesala de otra efemérides más importante que celebraremos dentro de dos años —el 400 aniversario de su muerte—. Y de nuevo surge la nunca resuelta polémica de la autoría de sus obras que se remonta a mediados del siglo XIX con la teoría de la norteamericana Delia Bacon o, incluso antes, con el reverendo James Wilmot, nacido cerca de Stratford. De entre los cerca de 80 candidatos a ocupar el puesto sobresalen Edward de Vere, Francis Bacon, Christopher Marlowe, sir Walter Ralegh, y hasta la reina Isabel I o el rey Jacobo I, etc. Algunos, como Marlowe y de Vere (decimoséptimo conde de Oxford), quedan en principio descartados, pues habiendo muerto en 1593 y 1604 respectivamente, difícilmente podrían haber sido los autores de El rey Lear, Macbeth o La tempestad. No obstante, un libro escrito por el norteamericano James Shaphiro en 2010, y que se acaba de publicar en España, vuelve a incidir en las figuras de Bacon y Oxford.
Al hilo de la celebración de la efemérides, resulta curioso que nadie se acuerde de la labor de los traductores shakesperianos a las diversas lenguas, porque no se debe olvidar que si el mundo entero lee al bardo inglés es gracias a los traductores. Hace unos años estudiosos como Susan Bassnett o Stanley Wells exhortaban a los mismos angloparlantes a traducir a Shakespeare en un inglés moderno con el pleno convencimiento de que los extranjeros que poseían buenas traducciones “have easier access to the master than his compatriots”. En la misma línea, voces autorizadas como la de George Steiner y Milan Kundera nos recuerdan que sin la traducción habitaríamos provincias lindantes con el silencio, y que la cultura occidental existe gracias a los traductores. Son dos magníficas reflexiones para comprender la gran repercusión que las traducciones tienen, a largo plazo, en cualquier cultura y la injusticia con la que la sociedad trata a estos profesionales silenciosos y prácticamente invisibles.
Dejando a un lado cuestiones tan controvertidas como el de la autoría —no se olvide, sin embargo, que Shakespeare abandona la escuela de gramática a los 16 años, la misma edad con la que actualmente nuestros estudiantes se gradúan en ESO, con pocos conocimientos de latín y menos de griego, según su amigo y rival Ben Jonson— e interesantes como el de las traducciones —solo de Hamlet existen en español alrededor de 60 versiones—, no deja de ser curioso que un hombre con una formación tan limitada, puesto que no es un university wit y por tanto adolece de la formación universitaria de los dramaturgos educados en Oxford y Cambridge, nos lo encontremos años después ganándose la vida lucrativamente en Londres, como mucha otra gente emigrante de la época, y en su caso concreto retratando la naturaleza humana a través de su profesión elegida: el teatro.
Retratar la vida para un dramaturgo significa plasmar con palabras un amplio abanico de sentimientos y pasiones como lo hace Shakespeare a lo largo de sus 28 años de carrera profesional: la conspiración de Bruto y Casio, la complementariedad de parejas como Macbeth y su mujer, la seducción retórica de Marco Antonio, la ingratitud de los hijos del rey Lear, la tiranía y crueldad de Ricardo III, la adulación hipócrita de Yago, los celos del noble Otelo, la amargura de Falstaff abandonado por Hal cuando ya es rey, la venganza de Hamlet contra el usurpador de su trono, el amor de Romeo y Julieta, la cólera de Dios que persigue a los Lancaster durante tres generaciones, la ambición de poder de las tragedias romanas, de Bruto y Casio, de Enrique IV, V y VI, de Ricardo II, de Goneril y Reagan, de Edmundo, etc., y que también lleva a Macbeth y a lady Macbeth a asesinar al rey Duncan.
Los personajes que Shakespeare retrató hace 400 años siguen vivos hoy, escapan de las obras en las que aparecen y se transforman en películas, series televisivas, u otras manifestaciones artísticas: pictóricas y musicales. Nos recuerdan quiénes somos y en cierto modo actúan de faro para las generaciones futuras. Un solo personaje como Hamlet retrata la vida: loco, vengador, filósofo, adolescente infeliz, atormentado por dilemas morales e internos, valiente, deprimido, desilusionado, cruel, indeciso, resentido, despiadado, sarcástico, etc. Hamlet nos retrata a nosotros mismos ante los demás. Clases humildes, cómicos, sepultureros, jardineros y mozos de cuadra desfilan junto a reyes, nobles y poderosos. Shakespeare es la vida misma, y el teatro es un entretenimiento que sirve para la reflexión; reflexión sobre nosotros mismos y sobre el mundo que nos rodea.
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