Comportamientos eclesiásticos
Artículo de opinión de Bartolomé Sanz Albiñana, doctor en filología inglesa.
Uno. En la capilla del Christ College de la Universidad de Cambrige se encuentra un monumento funerario de dos amigos enterrados juntos al modo de los matrimonios. John Finch (1626–1682) describía su amistad con Thomas Baines (1622-1680) como connubium, es decir, matrimonio. Los dos amigos no eran dos vagabundos harapientos de la época estuarda abocados al vicio; el primero era embajador de Inglaterra en el imperio otomano, y el segundo era médico. Parece ser que la Iglesia inglesa, no solo veneraba ese tipo de relaciones entre hombres, sino que también las bendecía mediante un ritual llamado “fratres iurati”, un juramento vigente desde el siglo XI hasta el XVI y que no implicaba necesariamente un juramento de fidelidad.
También se conservan las ediciones de los ritos griego, eslavo y latino del Ordo ad fratres faciendum, todas ellas sobre el rito del juramento de amistad o adelfopoiesis (literalmente “hacer hermanos”). Se encuentran documentadas además las celebraciones litúrgicas de parejas homosexuales en la Iglesia católica del siglo VI al XII, según ritos y oraciones propias, presididas por un sacerdote. Es a partir del siglo XIII, cuando la homosexualidad empieza a adquirir un carácter de vicio horrible (peccatum nefandum, es decir, innombrable). Esta teoría (Bray 2003) fue contestada por otros investigadores que entendían esos ritos como de adopción de hermanos, hermanos adoptados o hermanos de sangre.
En el Renacimiento inglés el comportamiento homosexual apenas se identificaba con el pecado de sodomía y, por tanto, rara vez se perseguía por parte de los tribunales cuando los actos tenían lugar dentro de las instituciones patriarcales como la familia o el sistema educativo. Mientras no fuera fuente de escándalos y de desórdenes existía una relativa relajación y permisividad, así como cierta incapacidad de interpretar tal comportamiento de acuerdo con los discursos legales y religiosos que vilipendiaban el comportamiento sodomita.
De hecho, apenas si se registra en los tribunales de los reinados isabelino y jacobeo (67 años) algún caso de sodomía contra niños, un delito que, curiosamente, los ingleses asociaban no consigo mismo, sino con los extranjeros italianos, turcos, norteafricanos y rusos como un signo característico de los católicos, musulmanes y sociedades bárbaras (Orgel 1996). A culturas y sociedades distintas corresponden tratamientos diferentes: mientras Italia ejecutaba a los sodomitas, Inglaterra los ignoraba.
Dos. Las ideas renacentistas sobre la sexualidad eran, en general, falocéntricas y los actos sexuales para la mayoría de hombres eran expresiones de poder, de manera que, en las relaciones entre el mismo sexo, alguien tenía que asumir el papel del sexo débil y pasivo (esclavos, jóvenes, etc.), lo que conllevaba la pérdida del poder masculino de los últimos y, por tanto, su identidad.
La idea de que el acto sexual en esa época es una expresión de poder queda patente y es una idea central en el trabajo de Berco (2007) sobre la sodomía en la Corona de Aragón —en Castilla la sodomía no se consideraba delito y, por tanto, no se perseguía—. Berco, partiendo de la información recogida en las relaciones de causas de los tribunales, concluye que entre 1540 y 1776, al menos 626 hombres fueron juzgados por sodomía en Barcelona, Valencia y Zaragoza. Las sentencias fueron diversas: ejecuciones, galeras, exilio o destierro, flagelación o sanción económica, absolución o suspensión del caso, etc.
La forma en que los adultos y los jóvenes hablaban sobre sexualidad durante la vista de las causas revela un hecho considerado normal: los hombres encontraban atractivos a los jóvenes. Es decir, nadie se extrañaba cuando un hombre intentaba seducir a un joven, pues, como criaturas sexuales que eran, se esperaba que los hombres desearan a los adolescentes, a pesar del pecado nefando que tal atracción suponía.
Tres. Damos un salto en el tiempo, pero no en el espacio: nos encontramos a finales de 2014. Tanto la jerarquía de la iglesia anglicana (The Times, 23 octubre de 2014:9) como la católica (El Paí, 27 de noviembre de 2014:) afrontan casos graves de pederastia y paidofilia entre sus clérigos, que se resumen en abuso de poder lupino sobre presas fáciles e inocentes: monaguillos, miembros del coro, niños en proceso de catequización, seminaristas, etc. Estos delitos suelen ser silenciados y encubiertos por parte de los superiores, que, con el fin de dar ejemplo a los inferiores, perdonan, siguiendo el mensaje evangélico. Esta situación de impunidad parece que se ha acabado.
La pesada y conservadora burocracia vaticana, altamente jerarquizada (como el ejército), debería aplicar sin dilación la norma “suaviter in modo et fortiter in re” de Quintiliano (suavidad en las formas y contundencia en el fondo), y reaccionar ante el gesto sin precedentes del papa Francisco, al escuchar una denuncia y actuar “celeriter”, no delegando (sinónimo de demorando sine die) en nadie la solución de un presunto delito. ¡Menos mal que el papa no consideró la carta del denunciante como un secreto de confesión! Esto en un país que tiene gran tradición de quejarse, pero muy poca de denunciar.
El episcopado, por el bien del rebaño, debe actuar con celeridad y corregir ejemplarmente a sus hijos clérigos, no ocultando sus desmanes y comprando su silencio con sumas sustanciales. Recordemos que si la Iglesia es pobre, igualmente lo deben ser sus pastores y cualquier signo de ostentación por parte de sus pastores acrecienta la desconfianza de un rebaño cada vez más diezmado.
Violar a un menor o abusar de un inferior en la escala jerárquica no es un asunto que deba salvaguardarse por el secreto de la confesión. De modo que no solo hay que reformar la Constitución por los motivos que fuere, también hay que revisar algún aspecto de los sacramentos como el del secreto de la confesión, que ampara los delitos sexuales, si queremos que una institución como la Iglesia siga teniendo credibilidad. La táctica del confesionario debería cambiar radicalmente: “Vaya usted primero a la policía a confesar su delito, que luego yo acudiré a la cárcel a perdonarle sus pecados”.
Y los prelados deberían abstenerse de gestos como postrarse ante el altar pidiendo perdón por los pecados cometidos; deberían allí mismo despojarse de sus vestiduras, azotarse sin remilgos o aplicarse algún cilicio. No creo que una capa de ética protestante fuera a solucionar el tema, ya que los pastores protestantes arrastran los mismos problemas que los sacerdotes católicos en este campo.
La situación presente requiere una política seria de observación y vigilancia, por parte del Estado y de la Iglesia (ciudadanos y/o creyentes), de quienes operan en el entorno de las instituciones parroquiales, y también en los espacios escolares y deportivos, etc., cuyo objetivo prioritario sería la actuación rápida ante cualquier indicio o sospecha de abuso sexual, preservando así la integridad e inocencia de los menores y poniendo fin a estos comportamientos eclesiásticos.



















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