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Lo que no se ve

Artículo de opinión de Rai Montava.

Megáfono

Los postulados de la izquierda en materia económica suben como la espuma; hacen mejor campaña, tienen mejores eslóganes, se mueven mejor en la red, en los medios y saben ocultar como nadie sus debilidades encandilando así a millones de votantes. Nosotros, en cambio, seguimos incomprensiblemente acomplejados de nuestra identidad ideológica, representada por grandes nombres como Hayek, Adam Smith o Bastiat. Es más, basta pararse a mirar el discurrir de la Historia para comprobar cómo la caída del muro de Berlín o la situación de los países abiertamente socialistas en la actualidad nos esclarecen una evidencia, que no por impopular resulta irrebatible: el socialismo es imposible.

 

Recurriendo al célebre ensayo de Bastiat “Lo que se ve y lo que no se ve”, ellos (la izquierda) solo hablan de lo que se ve. Por ejemplo: se va a cerrar una empresa con 50 trabajadores por falta de ventas ya que su producto ha quedado obsoleto y solo facturan pérdidas.


Entonces salen los generosos estadistas indignados por la precariedad laboral de los 50 trabajadores (rara vez se acuerdan del empresarios, socios, inversores o accionistas que también lo han perdido todo) y presentan como inaceptable el cierre. Solo basta abrir un informativo con el drama personal que vive cualquiera de los despedidos para entender lo difícil que es oponerse a la siguiente tesis: hay que nacionalizar y rescatar la empresa con ayudas públicas para mantener los 50 empleos y no permitir que los ricos sean cada vez más ricos y los pobres cada vez más pobres.

 

Pero hay cosas que no se ven y que son el fundamento de nuestro discurso. De la tesis expuesta podríamos decir que; el rescate es pagado con los impuestos de otros comercios que tienen que sopesar sobre sus espaldas la tarea de cubrir las pérdidas del vecino, castigando su solvencia y su capacidad para generar nuevos puestos de trabajo. También se carga de impuestos a los inversores que lógicamente invertirán menos en nuevos proyectos que podrían absorber a estos 50 desempleados. Resulta evidente que no mantener mediante inyección pública ninguna empresa permite dejar actuar al mercado que orienta de manera espontánea (y mucho más eficaz que por vía mandato) la oferta laboral hacia sectores con demanda real. Rescatar empresas demuestra las buenas intenciones del gobernante, pero las medidas no se juzgan por sus intenciones sino por sus resultados.

 

Lo que ellos llaman nacionalización no es más que un eufemismo para que el contribuyente sopese sobre sí el riesgo de la pérdida que debería recaer sobre el empresario. Es decir, si entendemos que las pérdidas son el castigo de los consumidores a un producto que no les satisface y para no sufrirlas hay que esforzarse en innovar el modelo de negocio; no hay mejor manera de tener las estanterías de nuestros comercios plagadas de productos obsoletos que nacionalizando todo, alejando así al empresario del mensaje que le han dado los consumidores y haciendo que éstos, vía impuestos, paguen por un producto que libremente no compraron. Un producto que no es consumido, jamás existiría en un mercado no intervenido, y esa fuerza productiva iría destinada a sectores que realmente son demandados. De nuevo, el buenismo distorsiona las relaciones entre consumidores y oferentes e imposibilita el avance.

 

Lo que ellos llaman ayudas públicas; más bien lo son para quién las recibe porque para quién las paga resultan un castigo sobre sus beneficios, que produce una reducción de su ahorro, que le impide aumentar un poder adquisitivo que puede ser usado para capitalizar su empresa comprando mejor maquinaria. Incentivando también la creación de empresas de capital. ¿Y que hacen las empresas de capital? Pues permitir abolir el trabajo infantil y reducir la jornada laboral gracias al aumento de la productividad.

 

Y casi siempre, los colectivistas acaban con una frase muy elocuente y fácil de asimilar (aunque no por ello verdadera) que ayuda a humanizar sus tesis y de alguna manera a maquillar los evidentes errores que tras ellas hay: “nosotros no podemos permitir que los ricos sean cada vez más ricos y los pobres cada vez más pobres” es la que nos ocupa. Apuesto a que todos hemos escuchado esta frase acompañada de algún dato sesgado sobre la riqueza mundial insinuando que los ricos lo son porque, literalmente, roban a los pobres. Pero este principio, típico de la izquierda, olvida que el único sistema que hace que una parte pierda a expensas de la otra es el suyo: porque es el Estado socialista el que nos quita el dinero desde su posición privilegiada de manera impositiva y lo distribuye de forma arbitraria frente al mercado, donde las relaciones son entre iguales que intercambian bienes libremente y de manera voluntaria (ganando todas las partes). El mercado libre es la razón por la que hoy hay muchísima más riqueza que hace 1.000 años y el motivo por el cual los países capitalistas tienen estándares de vida muchísimo más altos que los países que confían su productividad al Estado.

 

Lógicamente, a igualdad de condiciones priorizamos el presente al futuro y para esos 50 trabajadores del ejemplo poco importan las consecuencias, que no se ven, de las propuestas de nuestros generosos estadistas. Y para esos generosos estadistas tampoco, puesto que dependen de esos trabajadores para tener el apoyo social que necesitan para abanderar su representación y percibir su sueldo público. Convirtiéndose en benefactores de una espiral nociva que ya es imposible de parar.

 

El problema es que nosotros no podemos mostrar en un telediario ningún drama porque estas consecuencias económicas se sufren a largo plazo y tampoco tenemos legiones de benefactores que dependan de sindicatos o que vean amenazados sus privilegios estatales dispuestos a defendernos. Pero ello no nos debe eximir de defender nuestro discurso, nuestras reformas, nuestra defensa del libre mercado capitalista y la esperanza de una recompensa materializada en una vida más prospera, como la que vivimos en occidente desde la sustitución del socialismo por la socialdemocracia.

 

Por desgracia, casi todas las fuerzas políticas han convertido los debates en un concurso para ver quién da más ayudas públicas sin caer en todo lo demás. Y no es baladí la preocupación de este paternalismo estatal ya que para mejorar los servicios sociales es necesario que muchos factores de producción trabajen para ello. Y mientras más apesebrados haya viviendo del Estado, más factores de producción irán destinados a satisfacer sus necesidades mantenidas de manera artificial y menos irán hacia las necesidades que realmente demanda la gente, que quedan relegadas a una marginal parte de las empresas que además de ser las más útiles, son las que sostienen todas las demás.

 

Que los partidos políticos pierdan capacidad para imponer cosas a la gente no es importante, al fin y al cabo, la política es un instrumento, no un fin en sí mismo, que sirve para llegar a una sociedad próspera, productiva y rica. Cuando se consiga eso, ya no hará falta mantener a presidentes, ministros, asesores, consejeros, alcaldes, concejales... mientras tanto, ellos serán nuestro gasto necesario para defendernos, pero se perderán todas esas manos (que son factores de producción) para producir cosas que podrían ser maravillosas.

 

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