Bartolomé Sanz Albiñana, doctor en Filología Inglesa.
La reciente publicación en la prensa de los disparates cometidos por unos aspirantes a puestos de maestro en la Comunidad de Madrid a mediados de marzo merecen una pequeña reflexión. En primer lugar, el que trascienda tal tipo de noticia demuestra el interés de alguien en desprestigiar al colectivo docente de la enseñanza pública y poner en entredicho el nivel y preparación de algunos aspirantes, futuros maestros. (En la enseñanza concertada-privada, sufragada con fondos públicos, no hace falta pasar por estos controles y trances: se accede mediante “entrevistas” –en esto nos parecemos desde hace tiempo a la enseñanza pública británica y a la finlandesa- y no sabemos muy bien, o sí, quiénes consiguen los puestos). Ciertamente, es motivo de preocupación que se hagan públicos los datos de los aspirantes a maestros y no sepamos, por ejemplo, el nivel de las barbaridades cometidas por los aspirantes a puestos de la sanidad pública, la policía u otros colectivos. Simplemente por comparar. Nadie en su sano juicio creerá que las burradas sean patrimonio exclusivo de los aspirantes a maestros. Y diré por qué.
Como la crisis y los recortes se han cebado con la educación, seguramente en el futuro y por motivos obvios, veamos más incongruencias, y sea esto simplemente una premonición y señal de aviso de lo que aún está por llegar. Continuaba dándole vueltas al tema y me pasó por la cabeza si acaso estos aspirantes serían deudos de aquellos progenitores que, no hace mucho tiempo, se presentaban en los institutos –no sé si continúan haciéndolo- y, con ardor guerrero, aprobaban aquello que los profesores acababan de suspender. Y si no lo conseguían, pasaban por encima de la Inspección Educativa y llegaban hasta el mismísimo Director Territorial, quien, llegado el caso, aprobaba el examen de latín, inglés o biología, que se había suspendido en primera instancia. Porque sinceramente yo no creo –olvidemos los corporativismos ahora- que los miembros de un tribunal, ni mucho menos la Inspección Educativa (en el supuesto de que emitiera en su momento un informe al respecto), hayan filtrado esta antología de disparates a la opinión pública. Otra cosa que se me ocurría es que, dada la coyuntura (unos 15.000 aspirantes para unas 500 plazas), siempre hay gente con bajas expectativas que se acerca a unas oposiciones a ver qué pasa, y dijera para sí “Este es mi día de pasar a la posteridad” poniendo que “la gallina es un animal mamífero” o que “el río Ebro pasa por Madrid”. En fin…
No hace falta acudir a la jerga pedagógica profesional para buscar explicación a lo sucedido; descendamos al mundo de los mortales: el conocimiento de las corrientes fundamentales de la psicopedagogía es posible que proporcionen al futuro profesional docente un mejor bagaje para explicar las materias científicas y humanísticas, pero en ningún caso le exime de ser un experto en matemáticas, biología, inglés o latín. Bajo el pelaje de tantos objetivos en las diferentes etapas educativas (p.e. preparar al alumno para el ejercicio de la ciudadanía democrática, afianzar el espíritu emprendedor, fomentar la igualdad entre hombres y mujeres, formarse en los valores y principios de la Constitución Española y del respectivo Estatuto de Autonomía, etc), parece que se olvide lo fundamental –la enseñanza y el aprendizaje de una materia concreta- y se relegue esa responsabilidad al profesor posterior. Cuando hace ya más de veinte años empezamos a embaucarnos con aproximaciones psicopedagógicas para la elaboración del curriculum escolar y demás niveles de concreción: con hechos, conceptos, principios, procedimientos, valores, normas y actitudes, etc., parece ser que dejamos en un segundo nivel la enseñanza-aprendizaje de los paradigmas nominales y verbales latinos, los ríos de España, las reglas de la ortografía, el genitivo sajón y de las tablas de multiplicar. El resultado ya lo estamos viendo. Recuerdo ahora a un profesor universitario los consejos que informalmente nos daba para aprobar unas oposiciones: “Pertréchense ustedes de estrategias lingüísticas para enmascarar los temas (videlicet, verborrea empleada en las ciencias de la educación y de la pedagogía), pero no se olviden de estudiar los temas”.
Pasemos ahora a la ortografía y recordemos que a finales de 2010 la RAE publicó la Nueva ortografía de la lengua española, provocando reacciones encontradas. Hoy, salvo alguna rara excepción (incluido más de un académico de renombre), vamos poco a poco poniendo en práctica sus consejos (expresidente, exmarido; rey Juan Carlos, calle Sabadell; solo y los pronombres demostrativos sin tilde; la conjunción “o” sin tilde entre cifras; guion, crio, guio, criais, guieis, etc.). Algunos los aceptamos de mala gana, como todo lo nuevo; entre otras cosas, porque en esta vida todo cuesta un esfuerzo de aprender y de interiorizar. Y a nadie le gustan los cambios de la noche a la mañana. De todas formas, ¿quién escribiría hoy Cerbantes, Christo y obscuridad? Pues así se escribían en un momento. Normalizar la ortografía lleva un tiempo, a veces décadas, y no se consigue por decreto ley.
No se puede culpar a los profesores universitarios de las faltas que cometen los graduados cuando salen de las universidades. En esta vida cada cosa tiene su tiempo. En la Universidad se debe actuar con contundencia y sin paternalismos en estos temas puesto que no hay tiempo para incidir en aquello que se da por supuesto. La escuela primaria tiene una función; la secundaria, otra. No se pueden delegar en la Universidad, como último escalafón, funciones que no le son propias. A menudo se piensa que las pruebas de selectividad sirven simplemente para asegurar clientela a los estudios que siguen. Ningún profesor universitario debería quejarse de la madera de que dispone para hacer muebles: tuvo su momento para desecharla mediante esa prueba y, sin embargo, por algún motivo la aceptó como buena. Que cada cual cargue con su cruz.
Por último, me pregunto para qué sirve el esfuerzo de la RAE en poner a nuestro alcance tantos instrumentos para que escribamos y hablemos mejor. Resulta paradójico que quienes mejor deberían conocerlas, los futuros maestros, parecen ignorarlas. ¿Debemos considerar las faltas como simples signos de rebeldía postjuvenil? ¿Qué consideración tienen, si no, atentados como habeces, habrir y derrepente?
La reciente publicación en la prensa de los disparates cometidos por unos aspirantes a puestos de maestro en la Comunidad de Madrid a mediados de marzo merecen una pequeña reflexión. En primer lugar, el que trascienda tal tipo de noticia demuestra el interés de alguien en desprestigiar al colectivo docente de la enseñanza pública y poner en entredicho el nivel y preparación de algunos aspirantes, futuros maestros. (En la enseñanza concertada-privada, sufragada con fondos públicos, no hace falta pasar por estos controles y trances: se accede mediante “entrevistas” –en esto nos parecemos desde hace tiempo a la enseñanza pública británica y a la finlandesa- y no sabemos muy bien, o sí, quiénes consiguen los puestos). Ciertamente, es motivo de preocupación que se hagan públicos los datos de los aspirantes a maestros y no sepamos, por ejemplo, el nivel de las barbaridades cometidas por los aspirantes a puestos de la sanidad pública, la policía u otros colectivos. Simplemente por comparar. Nadie en su sano juicio creerá que las burradas sean patrimonio exclusivo de los aspirantes a maestros. Y diré por qué.
Como la crisis y los recortes se han cebado con la educación, seguramente en el futuro y por motivos obvios, veamos más incongruencias, y sea esto simplemente una premonición y señal de aviso de lo que aún está por llegar. Continuaba dándole vueltas al tema y me pasó por la cabeza si acaso estos aspirantes serían deudos de aquellos progenitores que, no hace mucho tiempo, se presentaban en los institutos –no sé si continúan haciéndolo- y, con ardor guerrero, aprobaban aquello que los profesores acababan de suspender. Y si no lo conseguían, pasaban por encima de la Inspección Educativa y llegaban hasta el mismísimo Director Territorial, quien, llegado el caso, aprobaba el examen de latín, inglés o biología, que se había suspendido en primera instancia. Porque sinceramente yo no creo –olvidemos los corporativismos ahora- que los miembros de un tribunal, ni mucho menos la Inspección Educativa (en el supuesto de que emitiera en su momento un informe al respecto), hayan filtrado esta antología de disparates a la opinión pública. Otra cosa que se me ocurría es que, dada la coyuntura (unos 15.000 aspirantes para unas 500 plazas), siempre hay gente con bajas expectativas que se acerca a unas oposiciones a ver qué pasa, y dijera para sí “Este es mi día de pasar a la posteridad” poniendo que “la gallina es un animal mamífero” o que “el río Ebro pasa por Madrid”. En fin…
No hace falta acudir a la jerga pedagógica profesional para buscar explicación a lo sucedido; descendamos al mundo de los mortales: el conocimiento de las corrientes fundamentales de la psicopedagogía es posible que proporcionen al futuro profesional docente un mejor bagaje para explicar las materias científicas y humanísticas, pero en ningún caso le exime de ser un experto en matemáticas, biología, inglés o latín. Bajo el pelaje de tantos objetivos en las diferentes etapas educativas (p.e. preparar al alumno para el ejercicio de la ciudadanía democrática, afianzar el espíritu emprendedor, fomentar la igualdad entre hombres y mujeres, formarse en los valores y principios de la Constitución Española y del respectivo Estatuto de Autonomía, etc), parece que se olvide lo fundamental –la enseñanza y el aprendizaje de una materia concreta- y se relegue esa responsabilidad al profesor posterior. Cuando hace ya más de veinte años empezamos a embaucarnos con aproximaciones psicopedagógicas para la elaboración del curriculum escolar y demás niveles de concreción: con hechos, conceptos, principios, procedimientos, valores, normas y actitudes, etc., parece ser que dejamos en un segundo nivel la enseñanza-aprendizaje de los paradigmas nominales y verbales latinos, los ríos de España, las reglas de la ortografía, el genitivo sajón y de las tablas de multiplicar. El resultado ya lo estamos viendo. Recuerdo ahora a un profesor universitario los consejos que informalmente nos daba para aprobar unas oposiciones: “Pertréchense ustedes de estrategias lingüísticas para enmascarar los temas (videlicet, verborrea empleada en las ciencias de la educación y de la pedagogía), pero no se olviden de estudiar los temas”.
Pasemos ahora a la ortografía y recordemos que a finales de 2010 la RAE publicó la Nueva ortografía de la lengua española, provocando reacciones encontradas. Hoy, salvo alguna rara excepción (incluido más de un académico de renombre), vamos poco a poco poniendo en práctica sus consejos (expresidente, exmarido; rey Juan Carlos, calle Sabadell; solo y los pronombres demostrativos sin tilde; la conjunción “o” sin tilde entre cifras; guion, crio, guio, criais, guieis, etc.). Algunos los aceptamos de mala gana, como todo lo nuevo; entre otras cosas, porque en esta vida todo cuesta un esfuerzo de aprender y de interiorizar. Y a nadie le gustan los cambios de la noche a la mañana. De todas formas, ¿quién escribiría hoy Cerbantes, Christo y obscuridad? Pues así se escribían en un momento. Normalizar la ortografía lleva un tiempo, a veces décadas, y no se consigue por decreto ley.
No se puede culpar a los profesores universitarios de las faltas que cometen los graduados cuando salen de las universidades. En esta vida cada cosa tiene su tiempo. En la Universidad se debe actuar con contundencia y sin paternalismos en estos temas puesto que no hay tiempo para incidir en aquello que se da por supuesto. La escuela primaria tiene una función; la secundaria, otra. No se pueden delegar en la Universidad, como último escalafón, funciones que no le son propias. A menudo se piensa que las pruebas de selectividad sirven simplemente para asegurar clientela a los estudios que siguen. Ningún profesor universitario debería quejarse de la madera de que dispone para hacer muebles: tuvo su momento para desecharla mediante esa prueba y, sin embargo, por algún motivo la aceptó como buena. Que cada cual cargue con su cruz.
Por último, me pregunto para qué sirve el esfuerzo de la RAE en poner a nuestro alcance tantos instrumentos para que escribamos y hablemos mejor. Resulta paradójico que quienes mejor deberían conocerlas, los futuros maestros, parecen ignorarlas. ¿Debemos considerar las faltas como simples signos de rebeldía postjuvenil? ¿Qué consideración tienen, si no, atentados como habeces, habrir y derrepente?

















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