Artículo de Bartolomé Sanz Albiñana, doctor en Filología Inglesa, catedrático de ES jubilado.
Y mientras la nueva ley educativa LOMCE toma la recta final —metáfora para indicar “el tortuoso camino que le espera”, con salto de obstáculos incluidos—, para que el ministro Wert y el grupo político que la auspicia vean, por fin en democracia, un proyecto educativo suyo hecho carne, se divisa en el horizonte un escenario que presagia una confrontación y una división permanentes —manitestaciones y huelgas en todos los niveles, recortes que afectan a la atención a la diversidad, apoyo a enseñanza concertada, la eterna Religión, la muerte de la coeducación, el diseño de los currículos, las evaluaciones externas, los itinerarios, la especialización de los centros para obtener fondos adicionales, la igualdad de oportunidades, etc.—. Es buen momento, a pesar de tanta confusión, para reflexionar sobre algunos mitos y leyendas urbanas que rodean al mundo de la educación, aún teniendo en cuenta la multiplicación de leyes, casi siempre recicladas, que acompañan a la escuela desde tiempos inmemoriales con ligeras transformaciones.
Unos mitos y leyendas parecen intrascendentes y de poco calado, como el mito eterno de que el contenido de las actas de los Claustros y de los Consejos Escolares, incluso en los centros públicos, es secreto. Otros revisten más enjundia como aquellos que inciden en los medios disponibles: “Toda ley educativa mejora la anterior”, “Las escuelas no llegan a alcanzar sus objetivos por falta de recursos económicos”; otros, en el número de alumnos por clase: “Cuantos menos alumnos hay por clase, más se aprende”; otros se fijan en los resultados: “Cada vez se aprende menos en las aulas”, “Las evaluaciones externas aumentan el fracaso escolar”, “La escuela pública es mejor que la concertada o privada o al revés”, “Las escuelas privadas o concertadas obtienen mejores resultados que las públicas, entre otras cosas porque se deshacen fácilmente de los alumnos menos dotados”, “Las escuelas privadas o concertadas no admiten a alumnos inmigrantes, con lo cual estos alumnos solo encuentran cabida en la escuela pública”, etcétera, etcétera, etcétera. Pregunta: ¿es posible un cambio en el sistema educativo cuando se heredan culturalmente de generación en generación tantos mitos y leyendas?
Todas estas cuestiones anteriores, y otras que a ustedes les rondan por la cabeza, podrían originar un nuevo conflicto fratricida, así que mejor que las olvidemos de momento porque no llegaríamos a acuerdo alguno ni con nuestra pareja ni con nuestros mejores amigos. Y como el gobierno central es perfectamente consciente del grado de peliagudez de estos asuntos, ha decidido unilateralmente que “lo más sensato” que puede hacer es imponer su propia ley, dejando los acuerdos para otros momentos y para otros temas. En democracia (1) los votos son los votos, (2) los votos se traducen por escaños, y (3) los escaños esta vez tienen el color que tienen. En consecuencia, (4, el más importante) el color dominante es quien impone la ley. Punto y aparte.
Así las cosas, yo voy a detenerme en un mito de poco calado y sobre el que casi con seguridad tampoco llegaríamos a un consenso: la del supuesto secreto de las actas de los reuniones escolares (claustros y consejos escolares). Partiremos de la premisa de que en un centro público todo es público y, por tanto, cualquiera tiene derecho a pedir explicación de cualquier asunto. Y evidentemente tiene el perfecto derecho a consultar las actas que estime oportunas, siempre, claro está, que pertenezca a esa comunidad o esté vinculado de algún modo a la misma. Y lo puede hacer en un centro escolar, en un ayuntamiento o en una comunidad de vecinos. Y ningún responsable de su custodia puede negarse a facilitárselas. ¿Quién ha inventado el mito de que las actas son secretas y que su contenido no se puede desvelar? Seguramente quien defiende esta postura quedó anclado en alguna noche oscura del franquismo en donde los contramaestres de barrera y guardianes de la verdad impedían a uno dar un paso y te contestaban que era un secreto de Estado aquello que tu querías averiguar. Todo tenía entonces la misma consideración que las deliberaciones de los consejos de ministros, o, ahora, esos archivos franquistas a los que, con un poco de suerte, tendrán acceso nuestros tataranietos, del mismo modo que podemos investigar ahora sin problemas la Guerra de la Independencia.
Y si se teme que el contenido de las actas revelen secretos de la infrahistoria de los centros, de las corporaciones municipales o de las comunidades de vecinos, algún responsable superior, algún ángel de la guarda, tendrá que dar instrucciones claras respecto a lo que puede incluirse o no en las actas para que quienes las redacten, puedan aprender. Es una verdadera lástima que, al menos en la escuela y en los ayuntamientos, quienes debieran contribuir, por la función que tienen encomendada, más que nada, a derribar estos muros mentales, no actúen. Todo en esta vida requiere aprendizaje. Lo más facil es siempre la prohibición. Del mismo modo, directores y docentes deberían entender que a los padres les ampara todo el derecho del mundo a sentarse en un aula a ver cómo se desarrolla el famoso acto docente, y ese acto —el de entrar en un aula, me refiero— no debería causar ninguna trauma a quien actúa correctamente y está haciendo su trabajo como un profesional.
Los ciudadanos pagan sus impuestos —ese es su deber—, pero también tienen derecho a pedir explicaciones en aquellas instancias que consideren oportunas sobre lo que estimen pertinente, y también a que se les conteste. Y este último punto sería un buen tema de investigación para una tesis doctoral, cuyo título sugiero: “Grado de (in)satisfacción de los ciudadanos ante las quejas planteadas (a) por las respuestas recibidas o (b) por el silencio administrativo”. Pero este país prefiere las manifestaciones y los escraches antes que sentarse tranquilamente en una silla —el mejor invento de la humanidad, según me enseñara D. José Mª Belarte, un gran profesor de literatura española, en 1969— a escribir tres líneas sin faltas de ortografía para dejar medianamente claro de qué exactamente está harto y, después averiguar en esta maraña de administraciones quién es su interlocutor, remitírselas.
Y mientras la nueva ley educativa LOMCE toma la recta final —metáfora para indicar “el tortuoso camino que le espera”, con salto de obstáculos incluidos—, para que el ministro Wert y el grupo político que la auspicia vean, por fin en democracia, un proyecto educativo suyo hecho carne, se divisa en el horizonte un escenario que presagia una confrontación y una división permanentes —manitestaciones y huelgas en todos los niveles, recortes que afectan a la atención a la diversidad, apoyo a enseñanza concertada, la eterna Religión, la muerte de la coeducación, el diseño de los currículos, las evaluaciones externas, los itinerarios, la especialización de los centros para obtener fondos adicionales, la igualdad de oportunidades, etc.—. Es buen momento, a pesar de tanta confusión, para reflexionar sobre algunos mitos y leyendas urbanas que rodean al mundo de la educación, aún teniendo en cuenta la multiplicación de leyes, casi siempre recicladas, que acompañan a la escuela desde tiempos inmemoriales con ligeras transformaciones.
Unos mitos y leyendas parecen intrascendentes y de poco calado, como el mito eterno de que el contenido de las actas de los Claustros y de los Consejos Escolares, incluso en los centros públicos, es secreto. Otros revisten más enjundia como aquellos que inciden en los medios disponibles: “Toda ley educativa mejora la anterior”, “Las escuelas no llegan a alcanzar sus objetivos por falta de recursos económicos”; otros, en el número de alumnos por clase: “Cuantos menos alumnos hay por clase, más se aprende”; otros se fijan en los resultados: “Cada vez se aprende menos en las aulas”, “Las evaluaciones externas aumentan el fracaso escolar”, “La escuela pública es mejor que la concertada o privada o al revés”, “Las escuelas privadas o concertadas obtienen mejores resultados que las públicas, entre otras cosas porque se deshacen fácilmente de los alumnos menos dotados”, “Las escuelas privadas o concertadas no admiten a alumnos inmigrantes, con lo cual estos alumnos solo encuentran cabida en la escuela pública”, etcétera, etcétera, etcétera. Pregunta: ¿es posible un cambio en el sistema educativo cuando se heredan culturalmente de generación en generación tantos mitos y leyendas?
Todas estas cuestiones anteriores, y otras que a ustedes les rondan por la cabeza, podrían originar un nuevo conflicto fratricida, así que mejor que las olvidemos de momento porque no llegaríamos a acuerdo alguno ni con nuestra pareja ni con nuestros mejores amigos. Y como el gobierno central es perfectamente consciente del grado de peliagudez de estos asuntos, ha decidido unilateralmente que “lo más sensato” que puede hacer es imponer su propia ley, dejando los acuerdos para otros momentos y para otros temas. En democracia (1) los votos son los votos, (2) los votos se traducen por escaños, y (3) los escaños esta vez tienen el color que tienen. En consecuencia, (4, el más importante) el color dominante es quien impone la ley. Punto y aparte.
Así las cosas, yo voy a detenerme en un mito de poco calado y sobre el que casi con seguridad tampoco llegaríamos a un consenso: la del supuesto secreto de las actas de los reuniones escolares (claustros y consejos escolares). Partiremos de la premisa de que en un centro público todo es público y, por tanto, cualquiera tiene derecho a pedir explicación de cualquier asunto. Y evidentemente tiene el perfecto derecho a consultar las actas que estime oportunas, siempre, claro está, que pertenezca a esa comunidad o esté vinculado de algún modo a la misma. Y lo puede hacer en un centro escolar, en un ayuntamiento o en una comunidad de vecinos. Y ningún responsable de su custodia puede negarse a facilitárselas. ¿Quién ha inventado el mito de que las actas son secretas y que su contenido no se puede desvelar? Seguramente quien defiende esta postura quedó anclado en alguna noche oscura del franquismo en donde los contramaestres de barrera y guardianes de la verdad impedían a uno dar un paso y te contestaban que era un secreto de Estado aquello que tu querías averiguar. Todo tenía entonces la misma consideración que las deliberaciones de los consejos de ministros, o, ahora, esos archivos franquistas a los que, con un poco de suerte, tendrán acceso nuestros tataranietos, del mismo modo que podemos investigar ahora sin problemas la Guerra de la Independencia.
Y si se teme que el contenido de las actas revelen secretos de la infrahistoria de los centros, de las corporaciones municipales o de las comunidades de vecinos, algún responsable superior, algún ángel de la guarda, tendrá que dar instrucciones claras respecto a lo que puede incluirse o no en las actas para que quienes las redacten, puedan aprender. Es una verdadera lástima que, al menos en la escuela y en los ayuntamientos, quienes debieran contribuir, por la función que tienen encomendada, más que nada, a derribar estos muros mentales, no actúen. Todo en esta vida requiere aprendizaje. Lo más facil es siempre la prohibición. Del mismo modo, directores y docentes deberían entender que a los padres les ampara todo el derecho del mundo a sentarse en un aula a ver cómo se desarrolla el famoso acto docente, y ese acto —el de entrar en un aula, me refiero— no debería causar ninguna trauma a quien actúa correctamente y está haciendo su trabajo como un profesional.
Los ciudadanos pagan sus impuestos —ese es su deber—, pero también tienen derecho a pedir explicaciones en aquellas instancias que consideren oportunas sobre lo que estimen pertinente, y también a que se les conteste. Y este último punto sería un buen tema de investigación para una tesis doctoral, cuyo título sugiero: “Grado de (in)satisfacción de los ciudadanos ante las quejas planteadas (a) por las respuestas recibidas o (b) por el silencio administrativo”. Pero este país prefiere las manifestaciones y los escraches antes que sentarse tranquilamente en una silla —el mejor invento de la humanidad, según me enseñara D. José Mª Belarte, un gran profesor de literatura española, en 1969— a escribir tres líneas sin faltas de ortografía para dejar medianamente claro de qué exactamente está harto y, después averiguar en esta maraña de administraciones quién es su interlocutor, remitírselas.


















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