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De la Coca Cola al espionaje cibernético

Redacción - Miércoles, 28 de Agosto de 2013
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Artículo de opinión de Bartolomé Sanz Albiñana, doctor en Filología Inglesa. A finales de los años 60 yo cantaba inconscientemente en mi Instituto, con tres acordes de guitarra, una versión de “Cuba sí, yanquis no”. A medida que me hacía mayor mi desamor por los Estados Unidos se iba acrecentando, hasta el punto de llegar a identificar infantilmente el poderío estadounidense con la Coca Cola. De hecho no debo haberme bebido en toda mi vida más de diez vasos de esta bebida, mezclados, eso sí, con otras. La consideraba, y aún la considero, vaya usted a saber por qué, una bebida maldita e imperialista. En mi adolescencia la guerra del Vietnam se televisaba diariamente en blanco y negro, y recuerdo las masacres perpetuadas en nombre de la libertad, que en mis sueños, tras haber rezado mis oraciones de rigor, se me reproducían en pesadillas también en blanco y negro —en la vida aquellos años además de estos colores solo existía el gris—, y allí donde había una guerra allí aparecía Tío Sam con su dedo amenazador reclutándome para la siguiente. Mi rebeldía por aquellos días se reducía a mi identificación y alineación con los cantantes y grupos musicales que denunciaban y machacaban con sus himnos aquella guerra: Bob Dylan, Donovan, Barry McGuire, Country Joe & The Fish, Jefferson Airplane, Grateful Dead, CSN&Y, etcétera. De tal modo dejó esa guerra una impronta en el imaginario colectivo de los estadounidenses que Martin Luther King llegó a decir: “Si el alma de Estados Unidos se envenena, en la autopsia veremos ‘Vietnam’”. Y aquello simplemente fue un ensayo para lo que vendría en los años siguientes. Mi desencanto total llegó con la pataleta de Bush junior a raíz del atentado de Al Qaeda contra las Torres Gemelas aquel fatídico 11 de septiembre de 2001. Por cierto, desde ese día arrastro un sentimiento de culpabilidad que seguramente me acompañará el resto de mis días, y del que difícilmente podré desprenderme aunque visitara a un psiquiatra: a la hora en que los aviones se estrellaban en el World Trade Center, yo nadaba en solitario mi media hora diaria en la piscina en que acostumbro a hacerlo cada verano, bajo la atenta mirada y supervisión de mi socorrista particular. Desde entonces he creído que vivo en un mundo injusto en el que mientras unos se relajan intentando olvidar que existe el Primer Mundo con todos sus problemas, otros pierden la vida de un modo cruel y sin mucho sentido en la metrópoli por excelencia. Cierro el paréntesis. La estrategia basada en la mentira y en la falta de pruebas claras por parte de aquel presidente un tanto jactancioso desencadenó la guerra de Irak, en la que nuestro país participó de comparsa invitada —¿quién no se acuerda del Trío de las Azores?—. En la guerra de Afganistán el objetivo consistía en encontrar a Osama bin Laden y otros dirigentes de Al Qaeda para llevarlos a juicio, y derrocar el gobierno del talibán mulá Omar, que apoyaba y daba refugio y cobertura a los miembros de Al Qaeda. Resultado: muchísimos muertos. En la actualidad, día sí día no, la fiebre yihadista suicida se ceba en jóvenes de indumentaria chav en lugares con conflictos como los de Egipto en donde no acaban de encontrar una fórmula para instaurar la democracia. Por otra parte, a todos los que no vivimos en esos países nos cuesta entender qué tipo de religión es esa en la que los imanes con su prédica lavan los cerebros de jóvenes, sin perspectivas de futuro, con guerras santas y promesas de paraísos. La filtraciones de Wikileaks nos han abierto los ojos y han puesto de manifiesto los comportamientos carentes de ética en la actividad exterior de los Estados Unidos en relación con dichas guerras. El 'caso Snowden', protagonizado por el ex asesor de la Agencia de Seguridad Nacional, nos ha dejado perplejos al desvelar los programas secretos de EEUU para vigilar las comunicaciones. Si el soldado Manning fue quien filtró a WikiLeaks, además de documentos clasificados y diarios de guerra, un video del ejército de los Estados Unidos en el que se ve cómo un helicóptero estadounidense mata a un grupo de civiles en Irak, entre ellos dos periodistas iraquíes de la agencia Reuters, se merece una condecoración por nuestra parte, a pesar de que cuando lo hayan sentenciado a 35 años de prisión. Es posible que todos estos casos estén infringiendo leyes y, por tanto, cometiendo delitos tipificados, pero al margen de los debates jurídicos que se tercien, sin duda ponen de manifiesto la fragilidad a la que estamos expuestos en el mundo global que hemos creado. Ahora solo nos faltaba constatar que el gobierno de Estados Unidos viola la privacidad de los ciudadanos de cualquier Estado soberano a través de esas herramientas que inocentemente usamos todos los días como Microsoft, Google, Facebook, Sype, YouTube, etcétera, y que curiosamente estos organismos reciban dinero por los servicios prestados al gendarme internacional por méritos propios. Que alguien me indique si el engarce preciso de todas estas cuestiones en nuestro diseño emocional con ese país no ha ido oscilando con los años en sentido negativo; en otras palabras, ¿cómo podemos amar así a Estados Unidos? Ciertamente nos quejamos de que Estados Unidos, a su modo, nos proteja para poder vivir en un mundo más seguro y mejor, pero seguramente nos quejaríamos con muchísima más contundencia, si no lo hiciera. ¡Qué extraña resulta a veces la naturaleza humana!
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