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Doctor en Filología Inglesa

El pastel de la publicidad institucional

Artículo de opinión de Bartolomé Sanz Albiñana, Doctor en Filología Inglesa

Bartolomé Sanz

Problema escolar:  Tengo un pastel y procedo al reparto con el fin de crear suspicacias, discriminaciones y agravios comparativos. Metodología: divido  el susodicho a partes desiguales y sin criterio definido, pero beneficiando a quien me trata bien o, por lo menos a quien  no se entromete demasiado conmigo y contribuye, si no a ganar las próximas elecciones, al menos a no quede demasiado mal.

 

Conocimientos previos necesarios: no debe olvidarse que los ingredientes de ese pastel proceden de dinero público y que tácitamente la porción del pastel adjudicado debe considerarse como una dádiva para que el beneficiario no entorpezca en demasía la labor del repartidor. Pues ese, ni más ni menos, es el pastel de la publicidad institucional a nivel nacional, regional y, por supuesto, local.

 

La publicidad institucional es un mal necesario. Se ha de informar a los ciudadanos y lo cierto es que no existen bastantes palomas mensajeras en el palomar municipal para trasladar el mensaje a las hogares de los contribuyentes. El símil de la paloma mensajera resulta idóneo: colores identificativos, vuelta al lugar de origen, sentido de orientación, fidelidad, resistencia a la fatiga, etc., ya me entienden.

 

Solución salomónica: que prensa, radio y televisión asuman el cometido de informar, desde la fiesta del 9 de octubre hasta  la Semana Santa, pasando por la apertura de la veda de los arbitrios  municipales y los horarios de las piscinas, entre muchísimos otros temas.

 

En tiempos de penuria económica, como el actual, en que los presupuestos municipales se reducen, esa especie de limosna para transmitir  la buena nueva de quien ejerce el poder a todos los rincones, también se reduce. Así, del pastel grande de los presupuestos generales, nunca se sabe exactamente las migajas que corresponden a la publicidad institucional, siempre repartida a criterio del repartidor.

 

Cada gobierno, dependiendo del color del mensajero, concede  mayor o menor porción del pastel: los de ahora actúan de una manera, y los anteriores lo hacían por el estilo: beneficiando a quien le interesa; así es la vida. En fin, la táctica es clara: “Como yo ejerzo el poder ahora, yo soy la ley”. Nada que objetar. No obstante,  lo sensato sería, de una vez por todas, consensuar un reglamento que regulara este reino de taifas publicitario-institucional. Porque llama mucho la atención que A reciba 75.000 euros  (en tiempos de bonanza eran 150.000), B: 54.000, C: 12.000, D: 10.000, E: 18.000, F: 6.000, G: 3.000, etc., por hacer el mismo trabajo. Por supuesto que las letras anteriores se corresponden a medios de comunicación concretos.

 

A veces, desgraciadamente, quien ejerce el poder confunde publicidad institucional con propaganda partidista: nadie es perfecto. Y al hilo de todo esto me viene a la memoria una estrategia que ya la reina Isabel la Católica ponía en práctica en su tiempo: supervisar todo aquello que sus cronistas iban a legar a las generaciones futuras. Ahora son los medios de comunicación, sobre todo la prensa escrita, quien escruta y levanta acta del estado de la realidad. Pero nuestra cultura democrática  es tan débil que aceptamos a regañadientes las opiniones que no coinciden con las nuestras. De este modo, hoy día resulta incómoda la figura del bufón teatral  —en parte cómica  y en parte ingeniosa— que canta la verdad con medios mucho más sofisticados, aunque a cambio reciba algún que otro azote.

 

Es un ejemplo palpable de lo que teóricamente exponía en un artículo anterior titulado “La demonización del Otro”.  También cabe la posibilidad de que el comunicador se declare independiente e inmunizado contra todo tipo de  subvenciones, ayudas y prebendas encubiertas. Pero corre un peligro, aquel  que enunciara nuestro sagaz Nobel premio Cela en su día: “El precio de la independencia es la soledad”.

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