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PP, pensamiento positivo

Artículo de opinión de Bartolomé Sanz Albiñana, doctor en filología inglesa.

Bartolomé Sanz

Intentaba recordar el nombre del ministro del tardofranquismo que dijo que todo lo político era social o que todo lo social era político cuando, después de perder diez minutos en Google sin averiguarlo, me han venido a la cabeza unas cuantas ideas, a raíz de que lo hoy, 5 de enero de 2015, es España. La radiografía es la siguiente: España ha creado empleo en 2014 por primera vez en los últimos siete años; las afiliaciones han aumentado en 417.574 personas y el paro ha descendido en 253.627 y, aunque la cifra de parados todavía es de 4.447.771, nos alejamos  de aquella fatídica cifra que rondaba no hace mucho los cinco millones. Todos nos congratulamos por estos mensajes positivos.

 

Por otra parte, nuestros gobernantes saben perfectamente que sirve de poco amargar continuamente la vida a los ciudadanos con noticias agoreras; así que, una vez atisbado en el horizonte el año electoral, han cambiado de estrategia. Con estas “navidades de la recuperación” y con “el despegue definitivo” de la nave económica, ha dado comienzo el concurso de frases bonitas y felices con el fin de ganar todas las elecciones posibles y asegurarse a codazos un puesto en los bancadas de los Ayuntamientos o en los hemiciclos de las Cortes autonómicas o nacionales. En eso, al fin y al cabo, consiste la lucha por el poder: “Quítate tú, que ahora me pongo yo, porque mi slogan es el ganador”.

 

No disponemos de  instrumentos fiables para medir la distancia que existe entre la España real de los ciudadanos y la de sus instituciones y gobiernos, y por tanto debemos fiarnos de las estadísticas periódicas que, a día de hoy,  dicen que para el 76% de los españoles el problema más grave es el paro. Con el fin de disipar estas y otras nubes de la cabeza de los españoles se ha impuesto solapadamente la filosofía o ideología del pensamiento positivo, que supone silenciar e ignorar aquellos temas que pudieran ensombrecer el discurso oficial de los gobernantes. Está demostrado que poner cortinas y no desvelar determinadas cuestiones —a menudo el silencio es tan importante o más que lo que se dice—, contribuye a reproducir un sistema y las estructuras de poder que lo sustentan.

 

Así pues, digo, anticipándose casi un año a las próximas elecciones generales, el PP se ha apropiado de la filosofía del pensamiento positivo, es decir, la estrategia de hacernos ver el medio vaso lleno, una filosofía seguramente heredada de cualquier estructura eclesiástica, que consiste en predicar y vender un mundo que nunca nadie ha visto. Mediante el discurso repetitivo del pensamiento positivo, a modo de villancico navideño o rosario mariano, quienes ejercen el poder confían insuflar en los ciudadanos la esperanza y la fe en el crecepelo económico. Se trata de la vieja técnica de vender ilusión, ese truco circense que hace brotar monedas del bolsillo del niño que se ha prestado voluntario al milagro del payaso de turno.

 

A medida que nos acercamos al final de las legislaturas, los poderes lanzan globos sonda vendiendo el mismo producto que emana del departamento de ideas brillantes que toda estructura de poder que se precie tiene a su alcance. ¿O existe todavía alguien que se crea que el presidente del Gobierno se levantó uno de estos días rumiando entre sueños una frase como: “Estas son las Navidades de la recuperación y del despegue definitivo”? En estos momentos está apareciendo una versión del pensamiento positivo que considera negativa toda propuesta emitida por el otro, por todo aquello envuelto en halo de inestabilidad y por el miedo humano a lo desconocido.

 

La filosofía del pensamiento positivo rezuma en los manuales de autoayuda que todo emprendedor necesita consultar; sus páginas van aderezadas con gotas de autoestima y motivación con el fin de domar su propia voluntad, imponerse esfuerzo y disciplina y, por supuesto, bregar por la búsqueda permanente de la felicidad.  En ese discurso no tienen cabida voces y expresiones con connotación negativa como precariedad, temporalidad, empleos a tiempo parcial, subempleo, falsos autónomos, estacionalidad, devaluación salarial, etc., ya que desvirtuarían toda la ideología que se pretende instaurar. Se trata de mirar hacia las estrellas y no de deprimirnos con datos negativos, que lo único que consiguen es que acabemos revolcándonos en una hedionda pocilga.

 

Fíjense en el nuevo partido Podemos: el mismo nombre no puede emanar más pensamiento positivo. Ahora bien, todo mundo idílico-político se desmorona cuando se alcanzan las fronteras del encorsetamiento bruselense, del que resulta imposible escapar y a cuyos mandatos, como en la teoría patriarcal renacentista, los socios deben obediencia ciega. Al fin y al cabo son las reglas del club del que un día acordamos formar parte.

 

Quien se afilia a la ideología del pensamiento positivo tiene como meta cambiar el orden establecido, mejorar las vidas de las ciudadanos y procurar alejarlos en la medida de lo posible del valle de lágrimas en que peregrinamos. De ahí que todos los partidos, consciente o inconscientemente, emitan mensajes a diario en esta clave: “baja el precio del petróleo”, “salimos de la recesión”, “baja la prima de riesgo”, “suben las pensiones”, “no suben los impuestos”, “los ciudadanos cuentan con 30 euros más a final de mes”  y hasta la noticia de que finalmente una alcaldesa imputada dimite, tiene su doble lectura. También el presidente de la Comunidad Valenciana se ha apuntado a esta ideología y promete alegremente crear cien mil empleos en 2015. Su principal problema consiste en que sus asesores no deben ser de este mundo.

 

Resumiendo: no existe ninguna pretensión de teoría de ningún tipo en estas líneas, sino simplemente un intento de atrapar la realidad que se nos escurre entre las manos día tras día, esa terca realidad que nos presenta el deterioro alarmante del sistema de protección social: sanidad, educación y seguro de desempleo, pequeños detalles que el pensamiento positivo parece obviar.

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